Maradona

El Diego de las calles.

Cuando Diego jugaba, a los que no teníamos qué comer nos ayudaba a olvidar el hambre con un poquito de alegría. La frase la dijo un hombre ante una cámara de televisión la tarde del miércoles 25 de noviembre. Cerca de los cincuentas, el tipo lucía una melena desprolija, desordenada y humedecida con sus propias lágrimas. Su gesto doliente era el de alguien a quien se la había muerto un familiar. Lloraba en un país en el que los hombres aprenden a no llorar. En un país acostumbrado a idolatrar: Gardel, Perón, el Ché, el Gauchito Gil… Diego. Pero la muerte también puede con los dioses.

Como una pandemia que al inicio allana discrepancias y más luego las exacerba, la muerte de Diego Armando Maradona se robó el lugar de toda agenda. Sacudió de golpe y después desató batallas morales. Diego murió un 25 de noviembre, el mismo día en el que el mundo conmemora la violencia contra la mujer, que durante el año de pandemia se incrementó en muchos países de América Latina, entre ellos, la Argentina de ‘Maradó’, donde al menos 180 mujeres han sido asesinadas en lo que va del 2020. Pero su muerte también arrasó con eso.

El pibe de Argentinos Juniors que jugó a la pelota como si se tratara de hacer música, el mismo que llevó a Argentina a ser la gloria futbolística del continente en los mundiales de los setentas y los ochentas; el mismo que instauró la trampa de hacer un gol con la mano como una hazaña para el orgullo nacional; el mismo Diego que en la final de Italia 90 exclamó “¡Hijos de puta, hijos de puta!” contra los miles de fanáticos que abucheaban a la selección argentina mientras sonaba su himno; el mismo Diego adulto y yonqui, el mismo que acariciaba la mano de Putin porque se daba de muy antiimperialista con el imperio gringo pero no con el ruso ni con el chino; el Diego que besaba las mejillas de Fidel y que le susurraba halagos al oído a Hugo Chávez, ese y todos los diegos que era Diego murieron.

Muchos dijeron que debía ser el estadio de Boca el lugar del velatorio, por eso de que era su equipo, de que La Boca huele a barrio y Diego era barrio, pero no. Políticamente convenía que fuera en la Casa Rosada del kirchenrismo más reciente, o de sus rezagos. Mientras tanto, las calles porteñas se habían poblado de maradonas con su remera del Diez.

Mas de 100 000 personas quisieron llegar hasta donde estaba el féretro de Diego, pero un deseo de la familia y la negligencia de las autoridades lo impidieron. Afuera, en las calles, la gente se descontroló. Unos se cruzaron las barandas de la casa de Gobierno, otros gritaron con desesperación en contra de la Policía, que arremetió con fuerza para cortar la fila de maradonianos que no querían volver a casa sin haberle dejado un beso, una flor, una fotografía a su Diego.

Los de River se abrazaban con los de Boca. Los de Caballito, los de Colegiales, los de Belgrano, los de Palermo, los de Recoleta, los de Puerto Madero y los de Banfield, los de Lomas de Zamora y los de Tigre, todos eran un río ruidoso, bravo y vaciado en Buenos Aires. La pandemia fue poca cosa. La vida no importaba si la muerte se había llevado al Diego de la calle. Ese Diego que representaba la posibilidad, la esperanza y hasta la libertad. Para entenderlo hay que sentirlo, decía un cartel. Y sin duda era en las calles donde Diego vivía. Es ahí, en las veredas y en el asfalto, donde Diego Amando Maradona seguirá siendo el canchero al que se le perdonó siempre todo, a pesar de todo y de todos.

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